Es extraño pensar hoy que hasta hace poco la gastronomía japonesa nos era tan desconocida y exótica. A pesar de que mucha gente sigue pensando que en Japón comen sushi a diario, que no se vea como algo raro ya me parece un gran avance. Pero el sashimi, makis y demás ya no son la novedad, el ramen es el plato japonés que más triunfa.

El primer gran contacto de los japoneses con la cocina china llegó a partir de mediados del siglo XIX, cuando el país nipón abrió sus fronteras al resto del mundo y empezaron a llegar viajeros, comerciantes y emigrantes de otras culturas. La sopa china de fideos pronto se hizo popular ya que era nutritiva, sabrosa y muy económica, aunque el verdadero auge llegaría después de la II Guerra Mundial.

Los japoneses fueron adaptando las recetas chinas y no tardaron en extenderse por todo el país locales y puestos callejeros de venta de ramen, apareciendo distintas variedades y especialidades según las regiones. Empezó llamándose Shina-soba o Chuka-soba, “sopa de fideos chinos”, pero hoy el término ramen está totalmente extendido y asimilado por todo el país.

La gran característica que define al ramen japonés, y que lo diferencia de la sopa china, está en el caldo. Podríamos decir que es la base, el alma de un buen ramen, lo que define el plato y marca su calidad. Cada chef aporta su toque especial y se toma muy en serio la preparación de un caldo realmente sabroso y reconfortante, y su elaboración requiere dedicarle tiempo, sin prisas.

Para aquellos que buscan una experiencia culinaria que trascienda lo ordinario, Kiyoshi ofrece un santuario donde el alma del ramen japonés cobra vida en cada cucharada, donde el tiempo se detiene y los sabores perduran en la memoria mucho después de que la última gota de caldo se haya disfrutado.

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